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Así quedó Colombia después de la Guerra de los Mil Días

      Historia de Colombia

Cubierta del 10 de febrero
       El día que concluyó la sangrienta guerra civil de los Mil Días en Colombia, la nación sobrecogida de espanto, contemplaba inmensos escombros en todo el país. 
      Si se hubieran colocado, uno sobre otro, los cadáveres de la pavorosa hecatombe, se habría estructurado una alta y lúgubre pirámide, como tributo de una generación desgraciada por sus errores, sus pasiones politizadas y el ejemplo de terrible equivocación para futuras etapas de la sociedad. 
Por las calles se evidenciaba el duelo. La alegría y el bullicio tradicionales de algunos poblados, habían enmudecido.

      En los hogares rezaba por los miembros de la familia, azotados por el huracán de la guerra y sepultados en desolados y tristes campos de tragedia fratricida llamados dizque de batalla. 
A la puerta de las empobrecidas viviendas campestres, respondían o una viuda llorosa o un huérfano prematuramente herido por el infortunio de las pasiones de la violencia política.
      Las otrora productivas haciendas de ganados, de cacao, de café, de tabaco o de caña de azúcar, estaban arruinadas.

      En lugar de las lujosas o cómodas habitaciones que hacían pensar en la fortuna y la felicidad, se veían edificaciones invadidas por la maleza, o destruidas por los bandos en contienda y entregadas al abandono. 
      Extensos tramos de los caminos, por los cuales habían circulado recuas que trasportaban los productos, carecían de hospederías y sitios de descanso o acopio.

      En casi todos, el fuego había convertido en cenizas los asilos temporales de los viajeros. 
Mientras la muerte paseaba su estandarte victorioso en los campos, con bandadas de buitres merodeando los sitios de combate, la desmoralización cundía en todos los ámbitos de la vida nacional. Los combatientes de ambos bandos, se mantenían de la propiedad privada o de la fabulosa cantidad de billetes de curso forzoso, con que la prensa litográfica llenaba la circulación y anulaba los valores. 
      La absoluta incertidumbre gravitaba sobre el precio de las cosas. Nadie contaba con que la propiedad o la renta, que antes le permitían vivir holgadamente, le alcanzaran el día venidero para no morir de hambre. 
      A la sombra de tanta incertidumbre y de la facilidad para aumentarla, extenderla o multiplicarla, apareció la siniestra especulación, derivada del afán por adquirir inmensas riquezas por modos repentinos y azarosos. 
Ninguna locura es igual a la de esta especie de frenesí, con que utilizando los infortunios y las veleidades de la guerra, se aspira a realizar sorprendentes ganancias por medios maravillosos. Esa ambición cundía por todas partes.
      Cada día se hablaba de un nuevo potentado, hijo de una operación de cambio sobre el exterior. Los carruajes de lujo encarecieron para satisfacer a tantos afortunados que no se contentaban con ir solamente sobre la rueda de la fortuna. 
      Se hablaba del esplendor y prodigalidad regia de algunas mansiones, en las cuales la champaña hacía eco con su catarata espumosa. Al río de oro que rodaba por las mesas.
      Tantas grandezas seducían. Las nodrizas ya dormían a los infantes con consejas fabulosas sobre estos favorecidos, y aun los adolescentes soñaban con riquezas que antes no llegaban a ser sino tema literario.
     Las viudas y los inválidos acudían con sus ahorros o sus joyas a ofrecerlos en esta alquimia milagrosa, como quien lleva astillas a la hoguera que arde; también ellos querían participar, en intereses que subían del 2 al 8 por ciento mensual, en ese vertiginoso torrente de millones, que luego había de arrastrar tantas esperanzas locas y tantas ilusiones aventuradas. 
      Por paralelismo inexplicable, al lado de la especulación nació y creció el juego. La faena diurna de las esquinas de calle, que en la capital hacían de Lonjas, continuaba de noche en los clubs o en las casas clandestinas, donde el dado o el naipe mantenían vivas las alucinaciones, la emoción y el histerismo del juego al alza.
      Tan intensa era la pasión del dinero en los últimos meses de la guerra y en los primeros de la paz, que así como algunos dejaban sin voluntad las armas con que se apoderaban de la propiedad privada, así otros miraban con dolor el que las reglas del orden vinieran de nuevo a regir en la desquiciada sociedad. 
       Los gastos imperiosos, la incuria y el desgreño consiguientes al estado de guerra, elevaron de ciento a ochocientos millones de pesos la cifra de papel que el país tenía en circulación el 31 de julio de 1900; y el gobierno que se inauguró el 7 de agosto de 1904, halló más de cuatro millones de pesos en oro, en deuda de tesorería exigible. 
      En estas circunstancias ocurren los sucesos de Panamá que concluyen en la segregación de este departamento. La pérdida de esta valiosa región del país, era un hecho de tal gravedad que la opinión pública no podía conformarse con la posibilidad de este suceso, le era imposible admitir que esa porción del territorio colombiano se desprendiera sin hacer todos los artificios para impedirlo. A las muchas causas de encono y disgusto de que aparecían pruebas todos los días, se agregaba aquélla. 
        La nación comprendía que mutilado su territorio, no habría de tener el aprecio de las otras, ni podría conservar la importancia internacional a que le daba derecho el dominio total, la más importante de las vías interoceánicas. 
     La guerra había aumentado el encono entre los partidos. Deja de haber sociedad, en el sentido de comunidad de afectos e intereses, cuando la discordia de tres años y medio convierte en enemigos implacables a los hombres de todos los partidos políticos. 
      La represalia o la venganza eran, pues, aspiración común. Las deudas de sangre se cobraban, como si hubiese llegado el día de exigirlas. 
      La ruina de las fortunas privadas, la pérdida de los medios de vivir, la falta de ocupación lucrativa, la destrucción de muchas empresas agrícolas e industriales, todo contribuía a aumentar el malestar y sostener la exacerbación de los ánimos.
       En tales circunstancias, ascendió al ejercicio del poder ejecutivo el general Rafael Reyes, elegido presidente por el voto de los colombianos.  
       Tomado de El Diez de Febrero de 1905, Atentado contra la vida del general Rafael Reyes

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