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La ventanilla siniestra

    Por Iván González Urán

      Para comienzos de la década de 1990, la primera vez que fuimos, nos pudimos dar cuenta como los venezolanos de los cubículos de registro de inmigrantes en el aeropuerto de Maiquetía arrojaban al suelo el pasaporte colombiano después de sellado. Para humillarnos viéndonos agachar para recogerlo. Y lo hacíamos sin protestar y con toda humildad. Aunque con reprimido dolor nacional.

     Así era de ofensivo el espíritu venezolano con los colombianos. Que cuando ellos no eran capaces de soldar la tubería de los oleoductos, los ayudamos a montar su infraestructura petrolera. Y le hemos dado buena educación a varias generaciones de jóvenes venezolanos.

     Por supuesto, por dar trabajo a tantos colombianos necesitados, les estábamos altamente agradecidos. Pero no creímos que, después, el orgullo de la riqueza económica, adquirida sin mérito material ni laboral ni cultural, se les subiría tanto a la cabeza como para cobrarnos de esa forma tan ofensiva.

      Por eso guardamos prudente silencio para hacer con calma y paciencia que, despues, pagasen su descomunal arrogancia.
     Incluso argumentamos, premeditada y calculadamente, que la amistad era de comprensión eterna, para evitar notar lo que tenía que suceder. Dejando la idea plasmada en el informe de la tarea.
      Pero siendo conscientes de cual era el talón de Aquiles, su economía. Y que, después, descubrimos que ese mismo debil eslabón, el mal manejo del ingreso petrolero, se los había advirtido el inteligente Alberto Pietri muchos años antes. Debilidad que también era aprovechable. Y nada le creyeron haciéndose víctimas de su misma y propia actitud.

      Así se facilitó la siembra de la plaga porque el terreno estaba abonado. Sólo fueron necesarios diez años para incubar y los invadiera, el virus de la pandemia comunista. En lo que resultó útil el tren chavista.
      Para lo que, incluso, para finales de esa década lo recibimos como ídolo cuando hacía campaña, acogido por Petro.

       Tambien, para el año dos mil, regresamos para poder ver cómo ya brotaba la plaga socialista y confirmar lo que habíamos pensado, con respecto al cálculo económico en 1993.        Comprobamos como ya crecía la maleza y se propagaba por si sola sin ninguna ayuda adicional.
       Y así fue, en tan solo ocho años adicionales (para el 2008) fuimos por tercera vez. Se notaba como comenzaban a destruir su tesoro del que tanto se ufanaban y era evidente que las cosas se invertian. Ya comenzaban a quejarse.
        Para el 2015 (siete más) nos pedían clemencia y emigraban. Cuando su afamado billete comenzaba a ser basura.

        Ahora 2022 (otros siete adicionales), vemos cómo el joven diputado, Juan Requesens, grita de desesperación. El novel parlamentario pide ayuda a pleno pulmon para aliviarse de la dolorosa infección que padese. Y apoyo para derribar a su gobierno.

       Desde en el bonito estrado parlamentario, de madera bien elaborada y más lujoso que la casilla de inmigración del aeropuerto, en la Asamblea Nacional. En la misma Asamblea donde vimos recibir, con honores de estado, al terrorista Raúl Reyes, en el año dos mil. A quien no le lanzaron por la cara el pasaporte.

       Parece que sin saber el pregonero Juan que los culpables de su mala suerte son sus abuelos y padres que, engreídos, votaron mal. Y bastante más, culpa de simples empleados de inmigración aeronáutica.

       Que por su ignorancia y su insignificancia, dentro de la estructura de su gobierno, creían que su comportamiento no tendría ninguna consecuencia para ellos y sus familias. Mucho menos, para su nación, varios años luego. Razón por la cual podían darse esos atrevimientos con libertad. Sin saber que algunos de esos afectados serían atendidos por el mismo Carlos A. Perez.

        Pero por esa ventanilla se concibió e ingresó la pandemia. De nada sirvió creer que tirando el sagrado documento lograrian mucho. A cambio prendieron fuego y el tiro salió por la culata para todo el país.
      Más sabe el diablo por viejo que por diablo.

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